“Cerca del parque y atrás del Congreso” está el Museo de La ciudad ausente. “Había que subir una rampa y cruzar un corredor en el salón circular donde se exhibía la máquina. Se la veía al fondo, sobre una tarima negra. En las paredes había diagramas, fotografías, reproducciones de los textos”. La máquina es la máquina de ficción que en la novela diseña Macedonio Fernández tras la muerte de su mujer Elena Obieta. Al comienzo, “el aparato” serviría como una máquina de traducir, pero algo en su funcionamiento altera los relatos originales, los modifica, los vuelve otros. El primero de esos cuentos alterados, “Stephen Stevensen”, es una reversión de “William Wilson” de Poe. Una fábrica de reproducciones, de citas, de falsificaciones, de intertextualidades, series y relaciones, eso es la máquina de Macedonio, que “usa lo que hay y lo que parece perdido lo hace volver en otra cosa”.
La réplica, en este caso, se vuelve doblemente especular si se tiene en cuenta que el relato que la máquina de ficción “escribe” tiene el nombre de uno de los personajes de “Encuentro en Saint-Nazaire”, una de las dos novelas cortas que componen Prisión perpetua. Stephen Stevensen, el escritor cuyos textos, oraculares, se vuelven realidad efectiva en Prisión perpetua, reaparece en La ciudad ausente como una ficción que termina afectando a la realidad que lo produce.
Si la máquina es una metáfora de la literatura, el Museo funciona como un archivo o una biblioteca. En sus salas, Junior encuentra “el vagón donde se había matado Erdosain” o “la larga daga de Moreira sobre un almohadón de terciopelo negro”. Pero finalmente el museo es clausurado y la máquina abandonada. “El Museo fue clausurado y para entrar hay que atravesar la verja de hierro que lo aísla de la calle. (…) La máquina está en el fondo de un pabellón blanco, sostenida por un armazón metálico. Tiene forma achatada, octogonal, y sus pequeñas patas están abiertas sobre el piso. Un ojo azul late en la penumbra y su luz atraviesa la quietud de la tarde”.