Dice Vicente Battista, en el prólogo que escribe a Ser escritor, que “el bar La Comedia hace tiempo que se trocó en una pizzería impersonal”. El comentario aparece a propósito de su primer encuentro con Castillo, una noche calurosa de 1962. Battista tenía entonces veintidós años; Castillo, de veintisiete, era de una “poderosa impuntualidad”: llega para cuando el otro está ya por su tercer café. “Castillo me llevaba cinco años”, cuenta Battista, “en el teatro Los Independientes ya habían estrenado su tragedia El otro Judas, y la editorial Goyanarte ya había publicado Las otras puertas, su libro de cuentos: me iba a encontrar con un escritor de verdad”. De ese encuentro sale la invitación a colaborar en la mítica revista que dirigía Castillo, El escarabajo de oro, una de las publicaciones literario-culturales más importantes del país entre fines de los años sesenta y principios de los setenta.
También a raíz de ese encuentro surge una amistad de décadas. Más de tres hay detrás de la dedicatoria que Castillo escribe para Battista en Crónica de un iniciado: “Después de treinta años de amistad, se puede decir que dos hombres son hermanos; después de treinta años de amistad, dos escritores son casi el mismo”. Battista se apresura a desmentir esta afirmación: Castillo es, dice, uno de los más grandes escritores que tiene el país.