Con espacio de quince años, dos cuentos de Castillo toman por escenario a la calle Tarija en Boedo. El primero, “Historia para un tal Gaido”, está incluido en su primer libro de cuentos, Las otras puertas, que la editorial Goyanarte publica en 1961. El segundo es “La casa del largo pasillo” y está incluido en Las panteras y el templo, publicado por Sudamericana en 1976. Y aunque uno es más claramente un relato fantástico que el otro, los dos muestran el grado en que la literatura de Castillo está hecha de aquella que escribieron los precursores que elige —“La superstición de la originalidad”, dice en Ser escritor, “es una pavada moderna. Si los trágicos griegos o Shakespeare hubieran intentado ser novedosos no habrían escrito una línea”—.
Castillo escribe literatura hecha de la literatura que escribieron otros, y en este artefacto, muchas veces la ficción se desborda a sí misma y se sale de la página. Esto es lo que ocurre en “Historia para un tal Gaido”. El cuento comienza la noche de los carnavales de 1940 cuando un compadrito (un compadrito como aquellos que aparecen en las ficciones que Borges escribe por esos años) asesina al hermano de Martín Gaido. El protagonista decide vengarse, pero veinte años después ocurre un desvío, y la deriva que comienza con Borges termina con Cortázar: así es como, al final, la venganza de Gaido se vuelve contra el propio texto.
El narrador es también un gran demiurgo al interior de la ficción, acaso su antagonista invisible. Hacia el final apunta: “Es probable que ahora mismo Martín ya esté bajando por la calle Tarija, en Buenos Aires (lo imagino caminando un poco echado hacia atrás, a causa del declive del empedrado), en el barrio de Boedo. Dentro de un instante bajará por Maza. La cuadra es arbolada y propicia. Los carnavales del sesenta también. (…) Lleva la mano en el bolsillo del saco y muerde todavía un insulto que no dijo. Cuando Gaido doble la esquina, verá, inequívoca, una ventana con luz: eso significa que el otro está ahí, dentro de la casa, esperando el ruido de la cancel —un rechinar apenas perceptible—, esperando luego oír los pasos de Gaido por el corredor, mientras él escribe un cuento de espaldas a la puerta y cree escuchar (escucha ya) un sordo taconeo que da vuelta la esquina”.
En “La casa del largo pasillo”, un ascensorista alienado y viejo descubre que, fuera de las dos dimensiones que ocupan su vida (arriba, abajo) existe también aquella otra, más enigmática y por lo tanto terrible: la de los costados. La revelación —una monomanía que se parece a la de algunos personajes de Poe— le viene de una casa cerca de la suya, que muestra antes que nada un largo pasillo a oscuras. La importancia del encuentro es relevante hasta el desconcierto: “No era exactamente miedo. Lo desconcertó que la casa estuviera tan cerca de su propia casa: sobre la calle Tarija, a unos veinte metros de la esquina de Boedo. Le llamó la atención no haber reparado antes en ella”. El final del cuento muestra, una vez más y de manera similar a “Historia para un tal Gaido”, cómo la ficción ajena puede salirse de sí misma y volverse extrañamente propia.