En la casa de altos de Hipólito Yrigoyen y Pichincha, un edificio de estilo neoclásico en el barrio de Boedo, Abelardo Castillo vivió con Sylvia Iparraguirre hasta su muerte, el 2 de mayo de 2017. Antes, en su antiguo departamento de Corrientes y Pueyrredón, y después ahí, en la casa de Boedo, Castillo dictó sus míticos talleres literarios, que formaron a toda una generación de escritores y escritoras entre quienes se puede contar a Guillermo Martínez, a Juan Forn, a Clara Anich. Los talleres en la casa de Hipólito Yrigoyen empezaban puntuales (en la planta alta, había que subir una escalera ancha, de mármol), pero no tenían horario de cierre. Clara Anich cuenta en Maestros de la escritura, de Liliana Villanueva, que los encuentros solían desplazarse de la casa hasta bien entrada la noche: “Abelardo no ponía un límite. (…) Creo que esa costumbre de ir a los bares hasta cualquier hora le venía de las reuniones de las revistas literarias. En el último tiempo del taller terminábamos a las once o doce de la noche”.
Los talleres literarios de Castillo son un mito en sí mismos. Comenzó a dictarlos en 1978, en un teatro de izquierda, y para la época de la casa en Hipólito Yrigoyen exigía a sus eventuales talleristas que, antes de ser admitidos, detallaran en una entrevista qué lecturas los habían marcado por primera vez en la vida, qué habían leído en la preadolescencia, qué clásicos de la literatura universal habían leído o pensaban leer. Lo que ese mito deja traslucir, en cualquier caso, es la ética de un oficio, de una vocación profundamente arraigada en la vida. “Con los talleristas”, dice Castillo en una de las últimas entrevista que concedió, “siento una alegría personal —pero no porque sea mi alumno quien lo escribe—, sino porque hay algo ahí que justifica mi vida, que es la literatura. Tal vez esa es la respuesta: doy talleres porque cuando aparece algo bueno también aparece algo que justifica mi vida, que es la literatura”.