A la vez lugar y no lugar, la biblioteca es en Borges como las heterotopías que define Michel Foucault: un espacio donde se acumula indefinidamente tiempo. El escritor la asimila al universo o al paraíso. Es “esa alta y honda biblioteca ciega” del “Poema de los dones”, que se les ofrece prolífica pero inútil a unos ojos ya ciegos: “Lento en mi sombra, la penumbra hueca / Exploro con el báculo indeciso”, duplicando los pasos de Paul Groussac, el director de la Biblioteca por anotomasia. (Más tarde –al saber del mismo avatar para José Mármol– entendió que la sombra siempre era una sola pero que el yo plural era triple). La biblioteca es también la colección ilimitada y periódica de libros distribuidos de manera invariable de esa “Biblioteca de Babel” de galerías hexagonales donde los viajeros se pierden, en la que no hay dos libros idénticos y donde podría existir uno que fuera “la cifra y el compendio perfecto de todos los demás”.
Borges fue empleado de la Biblioteca Miguel Cané, en Almagro, entre 1937 y 1946, período en que se convierte en escritor de cuentos (antes: poemas, ensayos y algunas protohistorias). Para matar el tedio que le producía la indolencia de la administración municipal, en la azotea o en el sótano leía (“Allí me fue revelado León Bloy”) y escribía (“La Biblioteca de Babel” es su “versión pesadillesca”). Entre 1955 y 1973, como director de la Biblioteca Nacional de la calle México, Borges palpó los libros que sus ojos alguna vez habían leído, oyó por boca de otros los que aún no y pasó a cultivar la métrica clásica, que su voz o su mente recitaban como forma ya ineludible de la composición, porque “el verso rimado es portátil” y podía llevarlo, al final del día, hasta las manos de quien le prestara su caligrafía.
1946, 1955, 1973. Es importante tener en cuenta la elocuencia de las fechas.