Algo que solía hacer en las librerías: preguntar cuántos libros suyos se habían vendido. Pasaba al otro lado del mostrador, miraba las pantallas con las estadísticas de venta. “Tenés que controlar a las editoriales porque te cagan con las liquidaciones de derechos de autor”, decía.
La librería Libros del pasaje tiene una bar. Fue su último bar para recibir amigos, colegas, periodistas, “Porque el departamento era un despelote”. Entraba con su cabeza cubierta por un gorro de lana y no llegaba hasta la mesa donde lo esperaban sin antes cumplir con el ritual de conversar con cada una de las vendedoras de las librerías, repasar la exhibición de sus libros en las góndolas y cruzar algunas palabras con el encargado de la barra del bar. A la mesa llegaba con la respiración agitada, recuperando aire como si ese recorrido hubiera sido una carrera de fondo y a toda velocidad. Daba un fuerte apretón de manos, se sentaba, sin sacarse el gorro, y recorría con los ojos el salón, tragando aire e imágenes con la misma voracidad para ganarle al tiempo de descuento una nueva mesa de café.