En Fervor de Buenos Aires, “entre las lentas filas de panteones, / cuya retórica de sombra y de mármol / promete o prefigura la deseable / dignidad de haber muerto”, el cementerio de la Recoleta permite descifrar la urdimbre genealógica que Borges esparce en sus inscripciones sepulcrales o en su literatura entera. Conjunción “de ceniza y de gloria”, es el lugar al que más que “sus mayores” –como suele nombrarlos– ha ido a dar el polvo del polvo de lo que fueron. En Atlas, afirma con ironía lo que resultaría cierto: “Aquí no estaré yo”, como una profecía autocumplida por exceso de literalidad.
“Caducidad” es la palabra que Borges suele asociar a la muerte en varios poemas; cuando no “coraje”, si pensamos en sus cuentos o milongas. Avergonzado por ser hombre de libros y no de acción, fantaseó por intermedio de sus personajes la muerte a espada o a cuchillo, como ese Juan Dalhmann de “El Sur” que, enfrascado en su ejemplar descabalado de Las mil y una noches, no vio el batiente recién pintado de la ventana que había quedado abierta y, entre la vida y la muerte (como el propio Borges en 1838), termina deseando un final a cielo abierto y daga en mano como una liberación. En ese texto y en Historia del guerrero y de la cautiva, como propone Ricardo Piglia, se juega el doble linaje de Borges, que se reparte entre la memoria materna (el de la historia patria, con sus antepasados militares) y la biblioteca paterna (el de la literatura europea, con sus ilimitados libros ingleses), artificio –que no autobiografía directa– con el que Borges trama su “ficción del origen”, a veces manteniendo el paralelo y otras entreverándolos. Los dos linajes también pugnan en la discordia entre el “pundonoroso” cementerio de la Recoleta y el “conventillo de ánimas” de la Chacarita, como en las “Muertes de Buenos Aires”.