El fútbol –se sabe– es pasión de multitudes. Para Borges, en cambio, la invención de ese deporte era uno de los pocos argumentos que podían emplearse para atacar a Inglaterra: ¿cómo apreciar un juego donde los espectadores toman partido por uno u otro bando de antemano, “sin saber quiénes van a jugar mejor o peor, quiénes van a ser más fuertes o más hábiles”? A pesar de ese desdén, el estadio de Boca Juniors es el sitio elegido para la escena culminante de Invasión (1969) cuyo guion Borges compuso para el cineasta Hugo Santiago. Como en “La muerte y la brújula”, donde cada asesinato es parte de una serie organizada según los puntos cardinales, el film sigue los enfrentamientos entre invasores y defensores mientras la narración salta de una frontera a otra. Ese relato animado por un lejano eco de epopeya reúne varios de los temas preferidos del escritor: los rituales de la amistad, el culto del coraje, la añoranza de una ciudad que se ha extinguido. En la película, esa ciudad –que es y no es Buenos Aires– recibe el nombre mítico de Aquilea: como los extraños objetos de Tlön que son duplicación de aquellos que se han perdido, Aquilea es un hrön de esa ciudad que Borges nunca deja de revivir e inmortalizar por la escritura. Dice la sinopsis del film: “Invasión es la leyenda de una ciudad, imaginaria o real, sitiada por fuertes enemigos y defendida por unos pocos hombres, que acaso no son héroes. Luchan hasta el fin, sin sospechar que su batalla es infinita”. En esa nostalgia de un destino épico, la película descubre una forma moderna de lo trágico.