Barrio de Palermo, calle Soler 4937, edificio de departamentos en dúplex, último piso. Adentro: perchas con ropas colgadas de las escalera caracol, el frasco de miel sólida, el pote de granola hecho en casa, resmas, hojas encuadernadas, revistas. La casa tenía equipos de computadoras desarmados, una afición que llevó a motores y cuanto aparato mecánico quedara a su alcance. La escena común era encontrarlo rodeado con CPU abiertas, sin carcasa, con todos los circuitos a la vista, y notebooks enchufadas a pantallas externas porque había dejado de funcionar la propia.
En ese departamento dio sus últimas entrevistas y, cuando la casa llegaba al punto de máximo desorden o quería salir a tomar ese aire que cada vez más le costaba llevar a los pulmones, se hacía una escapada al bar de alguna librería de Palermo.
El caos le permitía crear porque, dijo, “Nunca pude escribir en situaciones de orden y confort”. Romper para crear. El acto de creación, en él, también sirvió para cuestionar aquello que quien escribe suele mencionar: el temor a la página en blanco, para decir que a él lo que le deba temor era la página en negro.
El último domicilio de Fogwill quedaba en la parte de Palermo más cercana a las tierras donde, hasta pasada la mitad del siglo veinte, mandaban malevos, había milongas y un arroyo Maldonado que fue tragado por el entubamiento. Fue el paso del industrialismo a la nueva era del centro comercial, la época del marketing ascendente que Fogwill, como un Quinquela de la letras, pintó en su narrativa a través de una clase media en insistente ascenso del consumo.