Cuando Alejandra se mudó a su departamento hubo dos confiterías capitales para ella, por diferentes motivos: El cisne fue un auténtico refugio cuando la soledad la abrumaba, así como una suerte de “sucursal” de su departamento, ubicado a media cuadra. Allí recibía amigos, iba a escribir cuando necesitaba salir de su encierro, compraba sándwiches y Coca-Cola y era, en cierta forma, la protegida de los mozos, que la recibían con singular cariño y respetaban sus largas estadías en la mesa donde leía y escribía. También obtenía lo que se negaba a recibir de su madre: la comida que cuidadosamente le llevaba o le mandaba con la mucama a la que le pagaba para que pusiera orden en el departamento eternamente desordenado y caótico de su hija. Alejandra no la comía nunca, cambiando los platos preparados por su madre por los sándwiches de miga que tanto le gustaban. El cisne, como lo recuerda su amigo Fernando Noy, funcionaba como último recurso cuando se quedaba sin vino, pues podía comprar hasta muy tarde el Norton blanco que le gustaba tomar.
Por su parte, La Paz era un lugar de encuentro y conversación con sus muchos amigos poetas, en esos años en que Corrientes era un hervidero de artistas e intelectuales. Alejandra, como lo recuerda Rubén Brahin (que iba con su timidez de muchacho más joven), estaba rodeada de amigos y conocidos y brillaba por su conversación y humor.