La histórica sede de Filosofía y Letras (posteriormente convertida en el Rectorado de la UBA) fue para Alejandra un auténtico semillero de amigos. No tienen importancia los aspectos académicos ni sus estudios porque, como lo demuestra su libreta universitaria, no llegó a rendir ni una sola materia, e iba a clase muy de vez en cuando. Allí se puso en contacto con la enseñanza de Letras, y se convenció de que no era para ella. Como alguna vez dijo: los profesores matan a la literatura. Eso no impidió que se hiciera muy amiga de Ana María Barrenechea, una profesora de gran prestigio, y junto con Susana Thénon (alumna de la carrera) formaron un grupo muy estrecho.
Su relación con ellas cristalizó en una serie de textos humorísticos, desopilantes, de Alejandra, que solo más adelante, y ya en París, escribió junto con otra escritora y amiga, Sylvia Molloy. El diálogo que mantenía con ellas, muchas veces cartas mediante, era una verdadera fiesta de juegos lingüísticos y bromas más o menos crueles y sarcásticas, humor absurdo y disparates. Es un lenguaje en el que se articulan las citas prestigiosas, las malas palabras, los niveles de lengua más variados, las referencias de doble sentido y los diferentes idiomas. Todo eso fue recuperado por Alejandra en los textos escritos al final de su vida, reunidos con el título La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, así como en las seis cartas que le envió dos años antes de su muerte a su amigo Osías Stutman.