La relación encubierta entre Victoria Ocampo y Julián Martínez duró muchos años. Al principio, la pareja ingeniaba formas discretas de encontrarse, aunque fuera por breves momentos, pero pronto tuvieron que buscar un espacio privado en el que pudieran compartir más tiempo a solas. Fue entonces que alquilaron un departamento en la calle Garay, cerca del parque Lezama, una zona poco concurrida por familiares y amigos. “El departamento”, dice Victoria, “estaba en una casa de tres pisos, nueva y fea. Con la tristeza que correspondía a su fealdad. Había siempre, en esa cuadra, un olor a forraje que venía de un corralón cercano, donde guardaban caballos. Nada desagradable. A tanta distancia de años, tengo ese olor en las narices. (…) Se componía de cuatro piecitas, un baño y una minúscula cocina. Cuando entré allí, una tarde de invierno, no existían otros muebles que un diván, un escritorio y una silla, en el primer cuarto; una cama, un espejo y una salamandra encendida en el segundo. El único lujo era una espléndida manta de vicuña que cubría toda la cama.
Poco a poco, transformé esos cuartos y quedaron simpáticos. Hice empapelar las paredes con papel blanco. Elegí unos pocos muebles antiguos de caoba, que le hice comprar a J. Alquiló un piano”.