El arroyo Maldonado, entubado más tarde bajo la calle Juan B. Justo, es el linde en cuyas riberas florecen prostíbulos y guapos, relumbran cuchillos y suenan tangos y milongas o se conversan trucos y retrucos. Más allá, los baldíos. Frontera de peleas y guitarras, las orillas son el espacio “en que la tierra asume lo indeterminado del mar”; y con esto Borges también copia antiguas bazas, las que jugaron los viajeros ingleses, Sarmiento y William Henry Hudson para fraguar la analogía más certera con que definir la pampa. Más acá pero al borde, Borges funda el territorio de su literatura: las orillas, ese límite impreciso donde la ciudad se va desdibujando y se convierte en la llanura.
Le gustan “esas calles largas que rebasan el horizonte y por las cuales el suburbio va empobreciéndose y desagarrándose tarde afuera”. Por allí, por los alrededores del arroyo Maldonado, el escritor hace largas caminatas acompañado por Horacio Coppola. Comparten una misma mirada: lo que Sarlo ha denominado “criollismo urbano de vanguardia”, donde se cruzan lo popular y la experimentación, la tradición y la modernidad. El Evaristo Carriego incorpora dos imágenes del joven fotógrafo que retratan esas humildes viviendas del arrabal. Sin embargo, esas fotografías no fueron tomadas en Palermo sino cerca de Balvanera y muestran unas casitas construidas a comienzos de siglo. Es que ese barrio de Palermo al que Borges le dedica sus versos está descripto como un espacio antiguo (un espacio que de tan inmemorial se ha vuelto mítico) pero, en realidad, coincide con la ciudad de su infancia.