La juventud de Castillo es efervescente, sobre todo en términos intelectuales. A los veintitrés años reniega de sus primeros poemas y comenta a Byron, relee a Rilke, escribe reflexiones sartreanas en torno a la libertad, calcula su tiempo de ocio y critica el Nobel a Pasternak. El 4 de noviembre de 1958 lo despiden de su trabajo, algo que, dice, lo pone contento. Al día siguiente, anota: “Vivir solo necesita un motivo. Cualquiera, el más humilde”.
Quince días más tarde, sin embargo, el panorama cambia radicalmente, y algo de ese impulso vitalista se pierde. Las hojas sueltas que incorpora a su Diario muestran un carácter profundamente melancólico. “Tengo 23 años”, dice. “Visto así, sobre una hoja de papel, no parece una edad demasiado importante. Sin embargo, a veces me siento viejo, peor que viejo: fracasado. Pero supongo que tener 23 años debe ser hermoso. No quisiera llevar adelante tantas ancianidades”.
Hace días que llueve en Buenos Aires, y esta noche, la del 19 de noviembre, Castillo la pasa solo en un café de San Juan y Boedo: “Hoy pude presenciar la mitad de una pelea terrible. Estaba en el café de San Juan y Boedo, más o menos a medianoche; tomaba café y leía La literatura rusa, de Kropotkin. Repentinamente, la gente empezó a levantarse y fue saliendo a la calle. Enfrente, en un bar al paso. Horrible”.