Como un pase de antorcha, hereda de su padre la biblioteca, la voluntad de escribir y a Evaristo Carriego. Así, Borges se jactará sobre todo de sus lecturas, se convertirá en el escritor que su padre no fue y pondrá a ese poeta “menor” en el centro de su proyecto estético por haber sido el primero “en explorar las posibilidades literarias” de las orillas. Su libro Evaristo Carriego (1930) es “menos documental que imaginativo”, y el prólogo instala la escena fundacional de su sistema: “Yo creía, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos invisibles. Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses”.
Pero no es esa certeza sino la intriga el motor de la escritura: “¿Qué había, mientras tanto, del otro lado de la verja con lanzas?” En ese libro temprano, Borges se inventa un antecesor y despliega su imaginación geográfica: “¿Cómo fue aquel Palermo o cómo hubiera sido hermoso que fuera?”. Entrerriano de nacimiento, Carriego se convierte en el poeta del suburbio y, habitante de Palermo, como Borges, hace del guapo “un cultor del coraje”. Por eso, este arrabal de guitarras y cuchillos, poblado por almacenes, baldíos y carros tirados por caballos, surcado por la “blanqueada hilera de casas bajas”, es el sitio donde se instalan los tres primeros libros de poemas.