Gracias a su padre Borges traba amistad con Macedonio Fernández cuando regresan de Europa en 1921. Y ese hombre estrafalario y nómade, que vive pobremente en pensiones del barrio de Once o de Tribunales, que sólo escribe para ayudarse a pensar y luego deja sus papeles olvidados por ahí, que se coloca al margen de toda figuración casi hasta la invisibilidad, ese hombre austero, solitario y cortés es el que Borges elige como su maestro. El joven escritor forma parte de un grupo de vanguardistas que los sábados por la noche se acercan a la Confitería La Perla para escucharlo al viejo, como si ese instante luminoso justificara el resto de los días. Para ellos, que asisten embelesados a sus palabras lacónicas y escuetas, es como si Tales de Mileto o Parménides vinieran a revelar los misterios de la eternidad en este rincón del mundo. Esa es la enseñanza de Macedonio: las verdades esenciales habitan en los detalles más nimios. Su estilo denso, barroco y hermético tiene, no obstante, la respiración propia de la oralidad. De él Borges aprende el gusto por la ironía, las paradojas, el nonsense. “Por aquellos años –dijo– lo imité hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio”. Sin embargo, el propio Macedonio prefirió ser recordado como un mero precursor de su discípulo: “Empecé a ser citado por Jorge Luis Borges, con tan poca timidez de encomios que por el terrible riesgo a que se expuso con esta vehemencia, comencé yo a ser el autor de lo mejor que él había producido”.