Constitución

Borges “imagina la ciudad del pasado con el lenguaje de una literatura futura”, sostiene Sarlo. Así, su Buenos Aires es siempre ligeramente anacrónico (y en ese sutil desfase se juega el modo en que el escritor conjura la tentación de realismo). “El Aleph” (1945), en cambio, trabaja con su contemporaneidad; más aún: con la modernidad, concebida como una serie infinita de cambios. Pese a la vindicación que ha hecho del hombre moderno (con sus telégrafos, cinematógrafos o aparatos de radiofonía), lo que alarma a Carlos Argentino Daneri es la amenaza del progreso, encarnada en Zunino y Zungri quienes, para expandir su floreciente negocio de salón-bar agrandando el local, piensan demoler la casa de la calle Garay en la que se halla el Aleph y de la que son propietarios.

Si la modernidad tiene un lugar, está a pocas cuadras de esa casa donde vivió Beatriz Viterbo, en la Plaza Constitución, cuyas carteleras publicitarias seguirían renovando sus afiches indiferentes a su muerte. De hierro como esos anuncios de cigarrillos es la vía del tren de “Mateo XXV, 30”. Combinación entre el “Poema de los dones” y “El Aleph”, el poema enumera todo lo que al yo poético le fuera prodigado, nuevamente en vano, epifanía recriminadora que se produce sobre “El primer puente de Constitución y a mis pies / Fragor de trenes que tejían laberintos de hierro”. Al hall de la estación Constitución llega Juan Dahlmann luego de tomar una taza de café en un bar “de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen)”, donde tiene el contacto ilusorio con ese desdeñoso gato negro que se dejaba acariciar, gozne de la estructura y de las realidades del cuento. De Constitución parte el tren que lleva a Dahlmann (¿que lleva a Dahlmann?) hacia el sur, como también el subterráneo en el que, después de ver el Aleph, a Borges ya ningún rostro le sería ajeno.