“Desde chico repito lo que no entiendo –se reía retrospectivo y radiante Emilio Renzi esa tarde, en el bar de Arenales y Riobamba–. Nos divierte lo que no conocemos; nos gusta lo que no sabemos para qué sirve”. Así y acá comienza el primero de los tres tomos de Los diarios de Emilio Renzi, el libro del alter ego que Piglia usó en muchas de sus ficciones, y que en definitiva era parte de su nombre completo: Ricardo Emilio Piglia Renzi.
El diario fue para él un experimento, un memorándum, una obra en permanente construcción desde que empezó a escribirlo, a los diecisiete años, y a lo largo de trescientos veintisiete cuadernos. El diario habla de su vida íntima, pero esencialmente es testigo de la historia cultural de un país y sus transformaciones a lo largo de las décadas. Y es, además, un manifiesto en el que lo que se pone en juego es la figura del narrador. Como escribe en Covadonga: “Su vida se podría narrar siguiendo esa secuencia o cualquier otra parecida. Las películas que había visto, con quién estaba, qué hizo al salir del cine; tenía todo registrado de un modo obsesivo, incomprensible e idiota, en detalladas descripciones fechadas, con su trabajosa letra manuscrita: estaba todo anotado en lo que ahora había decidido llamar sus archivos, las mujeres con las que había vivido o con las que había pasado una noche (o una semana), las clases que había dictado, las llamadas telefónicas de larga distancia, notaciones, signos, ¿no era increíble? Sus hábitos, sus vicios, sus propias palabras. Nada de vida interior, sólo hechos, acciones, lugares, circunstancias que repetidas creaban la ilusión de una vida”.