Alejandra fue incontables veces a la casa de la que sería su “madre literaria” y a quien la unieron un cariño y una complicidad muy profundos. Se conocieron en La fantasma, y desde el comienzo de esa larga relación las unieron la poesía y una sensibilidad común ante ciertos autores y pintores, así como el intercambio de angustias metafísicas que las atravesaban a las dos y que aparecían sin cesar en los diálogos con Olga, sobre todo a partir de 1959.
Con los años estos temores compartidos se fueron agudizando, hasta concretarse en los famosos llamados por la madrugada con los que Alejandra irrumpía, desamparada, en la intimidad y el sueño de sus amigos. Y, ya desde entonces, el ritual de los certificados de su “bruja blanca” era un pasaporte para conjurar el terror. Todo comenzó como un recurso de Orozco, en parte humorístico, para calmarla. Una noche Orozco le aseguró que nada podía pasarle porque ella le dictaría un certificado mágico que impediría que las fuerzas del mal prevalecieran sobre ella. Y Alejandra lo copió con fervor infantil. El estilo era más o menos “Yo, Gran Cocinero del Rey, mientras miro pasar las nubes, atestiguo por el mismo árbol que da sombra en mi balcón, que Alejandra Pizarnik está perfectamente sana, que no hay nadie que le vaya a pisar siquiera su sombra, que está preparada para salir incólume de cualquier obstáculo, no digamos ya de enfermedades, desastres, cataclismos… (y aquí seguían largas enumeraciones surgidas al calor del impulso verbal). Lo juro por todas las musas, agregando cinco más” (o por la Lascivia del Rey, o por la Cebra Heráldica).
Orozco, por fin, fue quien acudió al llamado de socorro de Alejandra tras su primer intento de suicidio en 1970, y quien la llamó por teléfono una y otra vez el 25 de septiembre de 1972 para confirmar la ida al cine que habían arreglado, sin saber que su amiga había muerto esa tarde.