Uno de los lugares en los que Alejandra frecuentaba a Silvina era el departamento de Posadas, donde se hacían comidas con todos los protagonistas del mundo cultural del momento. También hablaban mucho por teléfono, factor de escamoteo y fetiche central de su relación. En esas conversaciones se leían textos y se reían a costa de sí mismas y de los demás. A veces, en el período de mayor frecuentación, una de ellas se limitaba a respirar del otro lado del auricular. O se dedicaban refinadas crueldades: Silvina la llamaba a Alejandra a las cinco de la mañana para decirle con su voz cascada –que Alejandra imitaba a la perfección–: “Te llamo para despedirme. Me voy a París”. O Alejandra la parodiaba, burlándose de su voz “de cabra”, como le gustaba decir. Claro que inmediatamente después se cruzaban pequeños homenajes: una torta de chocolate o un inmenso frasco de dulce de leche llegaban a lo de Alejandra, o Silvina recibía alguna de las caritas dibujadas o los collages de Alejandra. O se peleaban y se ofendían, reviviendo cada vez el juego de la seducción, la crueldad y la fiesta.