La alta recova del Paseo de Julio es, para Borges, un espacio que “sufre de caos” y “adolece de irrealidad” porque se presta a todas las pesadillas. Este borde de la ciudad es lo opuesto al barrio amable de los suburbios que se recuerda con nostalgia. “¿Será porque el infierno es vacío / que es espuria tu misma fauna de monstruos / y la sirena prometida por ese cartel es muerta y de cera?” Zona de lupanares, bares de mala muerte, naipes y alcohol, allí se dan cita, después del crepúsculo, los fantasmas de compadritos muertos y sus historias de cuchillos. El Paseo de Julio es aborrecible pero, quizás por eso mismo, ejerce la fascinación de lo siniestro. Hacia esa recova llega Emma Zunz una tarde aciaga. Es una excursión tremenda pero necesaria para preparar la venganza contra el traidor Loewenthal que estafó a su padre. Por eso, la mujer ha dejado su tranquilo barrio de Almagro: para entregarse a algún marinero desconocido y fugaz, para soportar “esa cosa horrible” que el hombre le hace y para acusar al gerente ladrón por el ultraje y la deshonra. En ese infame paseo del Bajo, Emma observa a las mujeres y aprende la actitud que se requiere para negociar con el cuerpo: el marinero sueco o finlandés “fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia”.