Al volver de Europa en 1961, y tras algunas entrevistas con León Ostrov, Alejandra dejó de analizarse hasta que, en 1965, a raíz de alguna de sus depresiones, le preguntó a Marcelo Pichon-Rivière, entrañable amigo suyo desde París, si su padre la atendería. Ella no tenía dinero, pero era habitual que Pichon-Rivière no les cobrara a ciertos pacientes, y analizar a Alejandra, para alguien fascinado por Lautréamont y los fenómenos de la creación poética, sin duda sería una fiesta.
Se tejió así un vínculo profundo, retorcido y que al final resultó malsano, ya que ella estableció con él una relación de dependencia, amor y odio, ayudada sin duda por las excentricidades de Pichon –su “papá perverso”–, que muchas veces medicaba en exceso a sus pacientes, como dan testimonio los Diarios de Pizarnik donde enumera todo lo que le iba dando su terapeuta, además de lo que ella tomaba por su cuenta.
La relación se extendió hasta la muerte de Alejandra –a pesar de que ya se analizaba con el doctor Armando–, y tuvo momentos de singular violencia, como cuando Alejandra le rompió en la cabeza un cuadro de Battle Planas que tenía en su consultorio, porque supuestamente Pichon-Rivière se había dormido durante la sesión.