El estudio jurídico de Bajarlía se fue convirtiendo en el lugar en el que Alejandra y él se reunían. Leían poemas, traducían, discutían y tomaban café. Alejandra tenía la llave, de manera que se convirtió a la vez en una especie de refugio para el amor, un escape de la sofocante vigilancia (sobre todo materna) y una continuación del camino de enseñanza y aprendizaje de la literatura contemporánea que recorrieron juntos, así como la ocasión de Alejandra de conocer innumerables intelectuales y artistas que tuvieron singular importancia en su vida.
Porque por más que Bajarlía la llevara hasta Avellaneda las noches en que se prolongaban sus encuentros, comenzaron a quedarse a dormir allí, como con mucho pudor lo cuenta Bajarlía en su libro Alejandra Pizarnik: anatomía de un recuerdo. Esta intensa y valiosa relación tuvo su fin cuando, una noche, Alejandra apareció con una valijita en el bar en el que estaba él y le dijo que quería casarse. Bajarlía se quedó estupefacto, sobre todo porque el episodio tenía que ver más con una de las tanta peleas de Alejandra con su madre, que con el compañerismo y el amor que se profesaban. Así comenzó una larga y terrible noche que, yendo de café en café, y a los gritos (más de un mozo y hasta el conductor del taxi estuvieron a punto de intervenir en esa pelea que casi llegó a la violencia), hasta que Bajarlía la llevó a la fuerza a su casa de Lambaré 114. También terminó para siempre la relación.