En “Fundación mítica de Buenos Aires”, pendenciero como una compadrada, Borges sale a pelearla: “Dicen que en el Riachuelo, / pero son embelecos fraguados en la Boca. / Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo. // Una manzana entera pero en mitá del campo / expuesta a las auroras y lluvias y suestadas. / La manzana pareja que persiste en mi barrio: / Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga”.
Contra cualquier verdad histórica, el yo poético se instala en un dativo de interés que lo concentra todo: los conquistadores españoles vinieron a “fundarme la patria”. De ahí en adelante, como un cartógrafo de la región, Borges diseñará una verdadera corografía personal. ¿Palermo y en particular su manzana como sinécdoque de Buenos Aires (y Buenos Aires de la patria entera)? La parte por el todo, sí; pero, en rigor, la parte ocupando el lugar del todo, sustituyendo el todo. Solo Palermo es Buenos Aires –es hiperbólico Borges en este poema de Cuaderno San Martín (1929)–, a despecho del espectro urbano que se abría en sus dos primeros libros de poemas, Fervor de Buenos Aires (1923) y Luna de enfrente (1925). Desmesura de la escala, como en el Arte de la Cartografía que quería alcanzar la perfección, la manzana de la infancia es la patria, y en el diseño Borges puede reconocer que esa cuadrícula traza, si no su rostro, sí el imperio de su literatura.
Tensión no necesariamente contradictoria, habitual en Borges, la manzana –concepto urbano– se planta en “mitá” del campo, como dice en plena experimentación con la expresión criolla, que enmendará con los años y las ediciones, tratando de evitar ser argentino por exageración o espectacularidad. Gesto caricaturesco, cursilería nacional, que debió ser la que llevó a los legisladores porteños en 1996 a denominar “Jorge Luis Borges” a esa parte de la calle Serrano, ignorantes de que el pretendido homenaje arruinaba el verso.