En el hotel Atlantic de la calle Castelli ocurre un hecho iniciático en la vida de Abelardo Castillo. “El primer escritor que conocí en mi vida”, cuenta en Ser escritor, “fue Nicolás Guillén. Yo tenía veintidós años. Fuimos a visitarlo al hotel Atlantic —en la calle Castelli o Alberti—, en el Once, con un amigo mío, Juan José Capdepont, ex seminarista que luego fue asesinado por la dictadura militar”. Castillo y Capdepont le pidieron a Guillén, que por entonces estaba en el país exiliado del gobierno de Batista, que dictara una conferencia en San Pedro. De la negativa de Guillén a darla gratis, Castillo extrae una lección: “alguien debía probar que la poesía era un trabajo tan digno como cualquier otro”, anota.
Guillén, entonces, les lee poemas de dos de sus libros: Sóngoro cosongo y El son entero. Capdepont amaga entonces con lo que a Castillo le parece una imprudencia: saca unos papeles del bolsillo. Quiere, él también, leer poemas. Pero a esta imprudencia se suma otra, tal vez más audaz, porque los poemas no son propios, sino de su amigo, de Castillo. Abelardo se niega, pide por favor que no. Pero entonces desliza una propuesta diferente. Está trabajando un texto, dice, y puede contarle a Guillén de qué se trata. El texto es la obra de teatro El otro Judas, sobre la que viene dudando si presentar o no a un premio organizado por la revista Gaceta Literaria, dirigida por Pedro Orgambide. Castillo comienza entonces a contar sobre la obra, y la glosa pronto se convierte en un recitado de memoria que cubre más de una hora y todos los parlamentos. Se mueve por el lugar, actúa, hace de todos los personajes. Al final de la representación, dice que dice Guillén: “Oye, chico, si la escribes tan bien como la cuentas tu obra debe ganar ese concurso”.
Casi cuarenta años más tarde, en 1995, Castillo comenta algo más sobre el episodio. Vuelve sobre su Diario, y en la última entrada de 1958 deja constancia de una omisión: efectivamente, las anotaciones de ese año no dan cuenta del encuentro con Guillén. En el comentario post-scriptum del propio Castillo se ve además, sutilmente, una manera de pensar la gestión literaria y de considerar el propio trabajo. “¿Por qué no lo anoté?”, dice, “Porque si mencionaba este encuentro habría debido escribir algo en lo que no quería ni pensar. Anotar eso equivalía a comprometerme con la idea del concurso”.