En cuarto grado Fogwill escribió su primer poema: “A la entronización de Fátima en la Parroquial del Sagrado Corazón de Quilmes”. Muchos años después, fue en una iglesia que Fogwill volvió a despuntar el interés por una rama artística: el canto.
Entraba a la Iglesia del Socorro cantando y su voz rebotaba en los techos abovedados. No siempre eran canciones, sino simples (y complejas) melodías en las que preparaba las cuerdas vocales para la clase. El eco grave de esa voz conocida predisponía aún peor que lo hacía habitualmente a Alina, la directora del coro. Alina y Fogwill planteaban una vínculo de competencias. Fogwill se las ingeniaba para tomar protagonismo en cada clase, rompiendo el esquema de trabajo de la directora y ella se enloquecía por situarlo en su orden preestablecido, mutado a un orden Fogwill.
Una colega de coro recuerda que Alina era brava, no se hacía nada fácil asistir a sus clases, pero que un día Fogwill sorprendió a todos y se puso a cantar el Lieder de Schumann en alemán. Todos se quedaron impávidos. El intérprete imprevisto había tomado el control de la clase y nadie se animaba a pararlo. La interpretación sonora, recuerda su compañera, no fue tan buena, pero la impronta corporal, los gestos y la manera en la que impostaba la voz montaron la escena de un Fogwill avasallante, que dejó a Alina sin reacción. El factor sorpresa era una de sus tácticas de acción preferidas.
Estudió canto tres años. La adicción a la cocaína no lo dejó progresar en la faceta de cantante, aunque eso no le impidió cantar cada vez que quiso, estuviera donde estuviera, tuviera en frente a quién fuera.