“Una vez en Madrid, un periodista me preguntó si en Buenos Aires realmente había un Aleph. Casi me dejo ganar por la tentación de decir que sí, pero un amigo salió al cruce y señaló que si algo así existiera sería, no solo la cosa más famosa del mundo, sino que además renovaría la entera concepción que tenemos del tiempo, de la astronomía, de la matemática y del espacio. ‘Ah’, dijo el periodista, ‘entonces es todo un invento suyo. Yo pensé que era verdad porque usted había dado el nombre de la calle.’ No me atreví a decirle que dar el nombre de la calle no es gran cosa.”
A contrapelo del enmascaramiento toponímico de “La muerte y la brújula”, donde, bajo los “distorted names”, cierta ciudad real es reconocible, el nombre verdadero de una calle real: la calle Garay, provoca un efecto, más que de realidad –como trabajó Roland Barthes–, de realismo, albur que la literatura de Borges siempre intentó conjurar. Pero, paradoja de lo real, es justamente en esa casa de la calle Garay donde existe el punto en el que se concentra o se extiende “ese objeto secreto y conjetural” que es el universo; donde “todos los lugares del orbe” pueden percibirse, sin transparencia y sin superposición.
¿Pero cómo contar lo simultáneo si el lenguaje solo puede hilvanar una sucesión? La enumeración parcial del infinito será, entonces, el paliativo para sosegar, apenas, la desesperación de escritor. Acaso lo inefable sea el verdadero problema que plantea El Aleph.