“Entrar a un cinematógrafo de la calle Lavalle y encontrarme (no sin sorpresa) en el Golfo de Bengala o en Wabash Avenue me parece muy preferible a entrar en ese mismo cinematógrafo y encontrarme (no sin sorpresa) en la calle Lavalle”. Así comienza la reseña sobre La fuga, el film de Luis Saslavsky que Borges reivindica por la ausencia de los lugares comunes en que suele caer el realismo cinematográfico. El escritor fue un espectador entusiasta en una época en que la calle Lavalle reunía una gran cantidad de salas de cine: aquí pudo ver las películas sobre las que escribió las reseñas que, en su mayoría, aparecieron publicadas en la revista Sur. Borges admira las narraciones precisas del cine clásico porque se atienen a reglas fijas de composición y porque funcionan como variaciones sobre una misma matriz. El cine es, para él, un discurso enmarcado por la modalidad colectiva de los géneros y por eso sintoniza perfectamente con otros materiales que orbitan en la periferia de la literatura consagrada y que le sirven de fuente para los textos de ficción que viene escribiendo desde Historia universal de la infamia. Es que como los confabulatores nocturni, señala Molloy, Borges hereda relatos y los vuelve a contar. Por una coincidencia azarosa aunque significativa, el escritor empieza a perder la vista cuando surge el cine moderno; por lo tanto, no podrá ver las películas que cuestionan esa poética que se apoya sobre unos pocos principios: la trama perfecta de ciertas películas clásicas, el carácter romántico de sus personajes, el tono épico del relato. De pronto, los directores que tanto le gustan empiezan a pertenecer al pasado del cine.