Por las escaleras de esta casa habitualmente subía Borges para visitar a Xul Solar, a quien el escritor quizás más genial de la Argentina consideraba “uno de los acontecimientos más singulares de nuestra época”. Valoraba en él la creatividad y el rigor, los amplios intereses y los heterogéneos saberes (astrología, música, idiomas, filosofía, pintura, religiones) cuya conjunción eran el motor de su “caudalosa invención”. Su panlingua y su neocriollo han sido celebrados en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, cuento del que probablemente sean su causa. Su panajedrez (basado en el sistema duodecimal) era considerado por Borges un juego inabordable porque, cada vez que lograba inteligir su mecanismo, Xul ya había adelantado otra variación. Compartieron las experiencias místicas de Blake, cuya obra el pintor le enseñó a admirar.
Durante años, ya distanciados primero por la política (desde 1946) y luego por la muerte del artista (en el Tigre, en 1963), Borges seguirá recordando de esa casa la sonrisa amable del amigo que lo recibía, la “espléndida biblioteca” con libros en todos los idiomas; el piano modificado; ese imposible ajedrez criollo; las lenguas artificiales, pero sobre todo su procedimiento. De la conjunción de Borges y Xul quedan visibles las viñetas que ilustran El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos o las colaboraciones del pintor en la Revista Multicolor de los Sábados, que el escritor dirigía.
Borges dijo: “Siento el vértigo de todo aquello infinito que vi en Xul”. Como si el visionario de la pampa fuera otro Aleph.