“De algún modo toda esta historia va a parar al club Atenas; la historia o lo que vale de ella”. La acción del cuento “El Laucha Benítez” tiene lugar en el club de boxeo de La Plata. Sin embargo, es en Buenos Aires, en el estadio Luna Park, donde uno de los personajes, el boxeador de peso semipesado El Vikingo, encuentra el momento cúlmine de su carrera y un punto de inflexión en su destino que funciona como motor de la narración.
Entre los años 1951 y 1953, el campeón mundial de peso pesado Archie Moore visitó la Argentina en diez oportunidades. Peleó en Córdoba, en Tucumán, en Bahía Blanca. Su carrera duró desde 1936 hasta 1963, se retiró casi a los cincuenta años. El 12 de septiembre de 1953 enfrentó al uruguayo Dogomar Martínez y ganó por puntos. Murió por problemas cardíacos con 84 años y 129 nocauts en su haber, un récord inigualado. Las crónicas cuentan que más de una vez el mismo Perón cruzó el encordado para saludarlo: en internet pueden verse las imágenes del boxeador junto al presidente argentino. Piglia entrevera esta historia real con las ficciones del Vikingo y del Laucha Benítez. Su relato cuenta la relación homoerótica entre estos dos peleadores: el primero un hombre maduro y derrotado que vive inmerso en una nostalgia alucinada, el segundo un joven de diecisiete años con talento innato para dos cosas: boxear y cantar boleros.
El encuentro entre el Vikingo ficticio y el Archie Moore verdadero es parte de un entrenamiento. El Vikingo oficia de sparring. El episodio, cargado de patetismo, también está lleno de detalles luminosos: “La culminación de su carrera la alcanzó una tarde anónima: una tarde de agosto del 53, en el gimnasio iluminado a medias y vacío del Luna Park, en la que se aguantó de pie frente a Archie Moore, en la única sesión de entrenamiento que el campeón del mundo hizo en Buenos Aires antes de pelear con el uruguayo Dogomar Martínez. (…) A partir de ahí Moore lo empezó a buscar en serio, para tirarlo. Cuando estaban en el centro del ring y había espacio el Vikingo se las arreglaba con el juego de piernas, pero cada vez que Moore lo acorralaba contra las sogas tenía ganas de levantar los brazos y ponerse a llorar. (…) Bajó del ring pensando cada gesto, atontado por el dolor pero invicto y satisfecho, habiendo adquirido para siempre una fatal confianza en su valor y su hombría, como si realmente hubiera peleado con Moore por el título mundial, entre mareas de embriagadora fama y sin ver el vacío, la pálida, enfermiza claridad que diluía los rostros, la silueta de los rostros que rodeaban a Moore, sin que nadie se ocupara de él, solo como nunca volvió a estarlo”.