A Borges le gustaban las esquinas y celebró las pocas que quedaban sin ochava. Las esquinas rosadas, en las que se enseñorean los compadritos, son –claro– la cifra de ese fervor. Pero hay más: la de Chile y Tacuarí o la de San Juan y Boedo y otras tantas que baraja en “El Zahir”; la de Esmeralda y Lavalle, donde murió Estanislao del Campo; o Venezuela y Bolívar, para “Historia de Rosendo Juárez” como “Piedras y Chile” para un poema sobre el pasado; o Las Heras y Pueyrredón, donde vivió entre 1929 y 1939. Si a esto le sumamos la manzana de Palermo, podemos darnos cuenta de que la cuadrícula urbana no es en la literatura de Borges una comodidad sino una artilugio estético.
Llama la atención el “desorden estudioso” con que nombra habitualmente la esquina en que vivió de 1946 a 1985: “Charcas y Maipú”, seguramente llevado más por el oído que por el rigor administrativo de la dirección postal. Lo mismo hacía con su escritura o sus traducciones: “Si tengo que elegir entre la razón y el ritmo, siempre opto por el ritmo”. Y cuando la ceguera hubo avanzado para instalarlo definitivamente en una brumosa claridad desde 1955, probablemente esa casa con habitaciones monacales (donde había una pequeña cama en un cuarto estrecho para el escritor y otra similar en un cuarto igualmente reducido para su madre) fuera la caja de resonancia para una cadencia cíclica: la del dictado diario de sus textos a Leonor Acevedo, que había sido los ojos y la mano de su marido también ciego, para pasar a ser las de su hijo, taquígrafa infatigable del tartamudeo de una voz y de la reciedumbre de un pensamiento.