El antiperonismo de Borges es, más que una posición ideológica, un rasgo constitutivo de su carácter. “En 1946, un presidente de cuyo nombre no quiero acordarme llegó al poder. Poco después fui honrado con la noticia de que me habían ‘promovido’ de la biblioteca al puesto de inspector de aves y conejos en las plazas del mercado”. ¿Existió ese nombramiento humillante o se trató, acaso, de una provocación? Lo cierto es que Borges renunció a su cargo en la Biblioteca Miguel Cané y subsistió dictando conferencias hasta que fue nombrado director de la Biblioteca Nacional por la Revolución Libertadora. El peronismo fue, para él, “una época irreal” tal como señala en “El simulacro” donde sindica a Perón y a Eva como los que “figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología”. Unos años antes, en “La fiesta del Monstruo”, Borges y Bioy habían relatado el viaje de un grupo de militantes que parten desde Tolosa (La Plata) y pasan por Quilmes, Wilde y Avellaneda hasta llegar a Plaza de Mayo –la plaza del 17 de octubre, la plaza de las patas en la fuente– para escuchar la palabra del Monstruo. En el camino, asesinan a un judío por puro gusto: en el lenguaje del narrador, la escena despliega el arsenal salvaje de la violencia peronista: “Fue desopilante; el jude se puso de rodillas y miró al cielo y rezó como ausente en su media lengua. Cuando sonaron las campanas de Montserrat se cayó, porque estaba muerto. Nosotros nos desfogamos un rato más, con pedradas que ya no le dolían. Te lo juro, Nelly, pusimos el cadáver hecho una lástima”. Es que, para Borges, el problema con los peronistas es que “no son ni buenos ni malos; son incorregibles”.