“–Un mapa –dijo– es una síntesis de la realidad, un espejo que nos guía en la confusión de la vida. Hay que saber leer entre líneas para encontrar el camino. Fíjese. Si uno estudia el mapa del lugar donde vive, primero tiene que encontrar el sitio donde está al mirar el mapa. Aquí, por ejemplo, está mi casa. Esta es la calle Puan, esta es la Avenida Rivadavia. Usted ahora está aquí. –Hizo una cruz–. Es este. –Sonrió.”
La cita corresponde al relato que abre El último lector, en el que Piglia imagina y deshilvana diferentes escenas de lectura. El libro fue editado en colecciones de narrativa, y esto es un dato no menor. El “Prólogo” que antecede a los seis capítulos es un relato, un homenaje y también un ensayo acerca de la lectura. Antes fue publicado con algunas variaciones y apareció como adelanto en el suplemento de cultura del diario La Nación, con el título de “La lectura como réplica”.
En el cuento-prólogo, Piglia –aunque también podría ser ese otro al que le ocurren las cosas, Emilio Renzi– sube a un altillo en el barrio porteño de Flores, y encuentra una máquina sinóptica que podría ser un aleph invertido. En esa casa trabaja Rusell, un fotógrafo enigmático y erudito que ha construido una réplica –no una maqueta, no un mapa: una réplica– de la ciudad de Buenos Aires. Los curiosos que decidan visitarla deberán hacerlo de a uno por vez. La representación y la visión de esa representación –es decir, la lectura– están ahí: condensadas, narradas. Así, la lectura aparece bajo el haz de la ficción desde el comienzo del libro, y sigue operando en esa zona durante cada uno de los seis capítulos. Una vez más, entonces, Piglia condensa dos figuras que a priori podrían pensarse contradictorias: la del crítico y la del escritor de ficción.