“I cannot tell whether my first memories go back to the eastern or to the western bank of the muddy, slow-moving Río de la Plata”. Así abre la autobiografía que Borges publica en 1970, en inglés, en The New Yorker, que no es de lo mejor de su producción escrita pero acaba resultando un útil compendio de los núcleos de una vida que los procedimientos literarios transformaron en problema estético. Ese río, turbio y lento, es acaso el mismo de “sueñera y de barro” por el que –aunque parezca inverosímil– “las proas vinieron a fundarme la patria”, el que se asimila a la pampa para ganar el color zaino del pelaje animal y el que guarda la memoria de una de las contadas escenas de antropofagia de la literatura nacional, “con su estrellita roja para marcar el sitio / en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron”.
Montevideo y Buenos Aires, especulares, extienden para Borges “sus calles con luz de patio” de los dos lados. Pero el reflejo no es aquí abominable, como el de la duplicación de las superficies bruñidas, gracias a otro ligero anacronismo, porque Montevideo es “la Buenos Aires que tuvimos”. A caballo entre el lado de allá y el lado de acá del río, le vienen a Borges algunas certezas. Que “derivar la literatura gauchesca de su materia, el gaucho, es una confusión que desfigura la notoria verdad. No menos necesario para la formación de ese género que la pampa y que las cuchillas fue el carácter urbano de Buenos Aires y de Montevideo”. Que el oscuro montevideano “Bartolomé Hidalgo descubre la entonación del gaucho”, de significativa importancia para él, ya que “en mi corta experiencia de narrador, he comprobado que saber cómo habla un personaje es saber quién es, que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino”. Si lo sabremos los lectores de “Funes el Memorioso”, ese compadrito de Fray Bentos “de voz pausada, resentida y nasal” cuya sonoridad y sintaxis debemos reconstruir para imaginar los entrecortados períodos que abrumaron al narrador esa noche en que conversaron.