La fascinación de Victoria Ocampo por el teatro es tan íntima como se muestra en las líneas que escribe a su amiga Delfina Bunge a los dieciséis años: “Nací para actuar. Llevo el teatro en la sangre. Soy una gran artista y sin el teatro no tengo alegría ni paz. Es mi vocación. El far niente al que estoy condenada, me mata”. Si bien las imposiciones familiares se encargaron de desalentar cualquier iniciativa de Victoria como actriz, nunca abandonó del todo aquella fascinación. Además de ser una asidua de los teatros tanto nacionales como internacionales, tradujo obras de Albert Camus, de Graham Greene y de Dylan Thomas al español y dedicó una sección de Sur para la crítica teatral. No sorprende que llegara a ser miembro honorario y directora del Teatro Colón, lo que sí puede sorprendernos es que, en 1936, haya desempeñado —en ese mismo sitio y a pedido del mismo autor durante su visita a Buenos Aires— el papel de recitante en Perséphone, de Igor Stravinsky. Más tarde, Victoria recordaría: “La Perséphone es el recuerdo más dolorosamente feliz de mi vida. Digo dolorosamente porque hubiese deseado seguir haciendo esa clase de cosas, que es lo que mejor he hecho en mi vida”.